2 de abril de 2020

General Palafox


La lección de humildad del héroe que defendía Zaragoza al altivo francés que le exigía rendirse
El 22 de diciembre de 1808, José de Palafox recibió una carta en la que Bon-Adrien Moncey le instaba a rendirse. La respuesta no se hizo esperar y se ha convertido en el ejemplo de la gallardía que demostró nuestro pueblo en la Guerra de la Independencia
Que no, señor, que no nos rendimos por mucha rabieta francesa que haya de por medio. Esta fue, en síntesis (aunque no con las mismas palabras), la brava respuesta que dio el entonces teniente general José Rebolledo de Palafox, artífice de la defensa de Zaragoza durante la Guerra de la Independencia, a todo un veterano mariscal de la Grande Armée de Napoleón Bonaparte cuando este le instó a rendirse. Corría por entonces diciembre de 1808 y la situación auguraba un largo sitio. Es decir: hambre, escasez de municiones, penurias y -a la larga- enfermedades.

Sin embargo, el mensaje que Bon-Adrien Jeannot de Moncey leyó el 22 con sello hispano (tras haber enviado él mismo una altiva carta exigiendo que Zaragoza abriera sus puertas) no dejaba lugar al equívoco: «La sangre española vertida nos cubre de gloria; al paso que es ignominioso para las armas francesas haber vertido la inocente. El señor mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre lo es». La urbe terminó cayendo el 21 de febrero, dirán los libros. Y es cierto. Pero atrás quedaron dos meses y medio de épica resistencia.

Monceny en España...
Y eso que Bon-Adrien Jeannot de Moncey no era, desde luego, un don nadie. Cuando comenzó la Guerra de la Independencia ya peinaba canas (atesoraba la friolera de 54 primaveras a sus espaldas, casi 40 de ellas como militar) y se había enfrentado a los ejércitos peninsulares en una infinidad de ocasiones durante la Guerra del Rosellón, la invasión del norte del país perpetrada por la Convención gala en 1793. Si entonces era un destacado militar, su apoyo al golpe de Brumario y a Napoleón Bonaparte terminó de catapultarle hacia la cúspide del poder militar. Así, fue nombrado mariscal en 1804 después de haber dedicado sus últimos años a ser uno de los edecanes del «Petit corso».

Mariscal Moncey
La invasión napoleónica de España le sacó, en cierto modo, de un largo exilio de los campos de batalla. Veterano, pero no acabado, en 1808 avanzó, como bien explica R. P. Dunn-Pattison en «Napoleon's Marshals», junto a Murat hacia Madrid a la cabeza del 3er Cuerpo del ejército. Algunos de nuestros compatriotas, contemporáneos suyos de la talla del periodista y poeta Miguel Agustín Príncipe, dejaron sobre blanco que, aunque el mariscal se vio obligado a reprender al pueblo de la capital el 2 de mayo, en realidad era un hombre «dotado de un carácter apacibletemplado conciliador».

Más allá de que el perfil elaborado por Agustín sea o no acertado (algo difícil de determinar más de dos siglos después), los hechos contrastados nos confirman que Moncey recibió órdenes, allá por finales de mayo de 1808, de dirigirse hacia Valencia para conquistar la ciudad. Aquella fue su primera gran derrota.

El asalto a la urbe, que duró nada menos que dos meses, se saldó con la pérdida de casi un tercio de sus hombres y la necesidad de retirarse del frente perseguido por los combatientes españoles. Así, el mariscal se refugió en Iniesta a la espera de nuevas directrices.

Y Palafox en Zaragoza
Mientras Moncey se dejaba vidas y cartuchos en Valencia, en Zaragoza, 300 kilómetros al norte, las cosas no iban mejor para sus colegas de la Grande Armée. Y todo, gracias al buen hacer de nuestros antepasados. En la urbe dictaba y organizaba, gracias a la decisión unilateral del pueblo en armas, el nuevo capitán general de Aragón: José Rebolledo de Palafox. Un oficial de noble cuna que, tras llamar al alistamiento general después de conocer los sucesos del 2 de mayo en Madrid, se dispuso a defender con uñas, dientes y lo que se terciase una de las ciudades más determinantes de la región.

José de Palafox
A cambio, Palafox no tardó en recibir la visita de las tropas del mariscal François Joseph Lefebvre. El 15 de julio, unos 7.000 hombres y media docena de piezas de artillería a su mando se personaron frente a los muros de Zaragoza con el objetivo de ponerle cerco. Diez jornadas después, por si fuera poco, arribaron hasta las puertas otros 8.000 soldados galos. Afirman los cronistas que pintaban bastos (vaya que sí), pero el bueno del español dio la vuelta a la situación mediante un juego de sombras. Dejó la plaza al mando de uno de sus generales, salió de allí en secreto y regresó con unos refuerzos vitales que acabaron con las fuerzas de Napoleón.

Su movimiento fue un éxito. «Los franceses levantaron el sitio, poco después, al tener noticias de la derrota de Bailen y del repliegue general de sus ejércitos», explica el reputado historiador Alberto Martín-Lanuza en su artículo sobre este personaje elaborado para la Real Academia de la Historia. Pero vencer una batalla no significaba mandar, de golpe, a los hombres de Napoleón de vuelta a París. Para eso todavía quedaba mucho, pero que mucho plomo por disparar. Y tocaba prepararse para ello. «Conociendo que los franceses volverían sobre Zaragoza, se realizaron diversas obras de fortificación en la ciudad, se construyeron baterías y se pusieron en estado de defensa varios conventos extramuros», añade el experto.

¿Rendición?
Superado su ejército, la oficialidad francesa ordenó a Moncey, entonces a unos pocos cientos de kilómetros, llegar a la zona y hacer doblar la rodilla a Palafox. El mariscal pisó la urbe maña el 30 de noviembre de 1808 junto a su colega Ney, mientras los nuestros reclutaban más soldados y construían nuevas defensas. Así comenzó el que, a la postre, sería conocido como el segundo sitio de Zaragoza. «La defensa se hizo célebre no solo en España, sino también en toda Europa. Se resistió a un ejército francés compuesto de dos cuerpos, con más de 49.000 hombres, durante más de dos meses y medio», añade el historiador.

Aunque las bajas fueron cuantiosas para ambos bandos, lo que no se puede negar es que los franceses contaban con una capacidad casi insultante para enviar refuerzos a la zona. Así, el 20 de diciembre se unió a Monceny el 5º Cuerpo de Ejército del mariscal Montier, lo que hizo que el ánimo de los galos tocara techo. A la mañana siguiente, cansado de tanto Palafox por aquí y español por allá, la artillería napoleónica abrió fuego desde buena mañana contra Zaragoza.

Más que para causar bajas y ablandar las defensas (que también), con la finalidad de desmoralizar al contrario y favorecer una rendición que les evitara más muertos y heridos.

De esta guisa, Moncey envió, el 22 de diciembre, un altivo mensaje en el que exigía a Palafox la rendición de la ciudad:
«Señores, la ciudad de Zaragoza se halla sitiada por todas partes y no tiene ya comunicación alguna. Por tanto, podemos emplear contra la plaza todos los medios de destrucción que permite el derecho de la guerra. Sobrada sangre se ha derramado, y hartos males nos cercan y combaten. La quinta división del ejército grande, a las órdenes del señor mariscal Mortier, duque de Trevino, y la que yo mando, amenazan los muros. La villa de Madrid ha capitulado y de este modo se ha preservado de los infortunios que le hubiera acarreado una resistencia más prolongada.

Defensa del convento de Santa Engracia de Zaragoza en 1809

Señores, la ciudad de Zaragoza confiada en el valor de vecinos, pero imposibilitada de superar los medios y esfuerzos que el arte de la guerra va a reunir contra ella, si da lugar a que se haga uso de ellos, será inevitable su destrucción total.

El señor mariscal Mortier y yo creemos que vuestras mercedes tomarán en consideración lo que tengo la honra de exponerles y que convendrán con nosotros en el mismo modo de opinar. El contener la efusión de sangre, y preservar la hermosa Zaragoza, tan estimable por su población, riquezas y comercio, de las desgracias de un sitio y de las terribles consecuencias que podrán resultar, sería el camino para granjearse el amor y bendiciones de los pueblos que dependen de vuestras mercedes. Procuren vuestras mercedes atraer a sus ciudadanos a las máximas y sentimientos de paz y quietud; que por mi parte aseguro a vuestras mercedes todo cuanto pueda ser compatible con mi corazón y con las facultades que me ha dado el Emperador».

Brava respuesta
La respuesta no se hizo esperar. Esa misma jornada Palafox envió de regreso una nota en la que cargó contra todos los argumentos y afrentas que Monceny había expresado en su carta. Lo que más enturbió al español fue la amenaza de que los galos estaban dispuestos a destruir Zaragoza y su forma velada de hacer referencia a los «infortunios» que vivirían los soldados y los ciudadanos si no dejaban las armas y abrían las puertas. A su vez, saberse rodeado de un ejército de hasta 70.000 hombres (según sus propios cálculos) hizo que la decisión estuviera tomada desde el principio: la lucha continuaría.

«El general en jefe del ejército de reserva responde de la plaza de Zaragoza. Esta hermosa ciudad no sabe rendirse. El señor mariscal del imperio observará todas las leyes de la guerra, y medirá sus fuerzas conmigo. Yo estoy en comunicación con todas partes de la península, y nada me falta. Sesenta mil hombres resueltos a batirse no conocen más premio que el honor ni yo que los mando. Tengo esta honra, que no la cambio por todos los imperios.

Segundo sitio de Zaragoza
S. E. el mariscal Moncey se llenará de gloria si, observando las nobles leyes de la guerra me bate; no será menor la mía si me defiendo. Lo que digo a V. E. es que mi tropa se batirá con honor, y que desconozco los medios de la opresión que aborrecieron los antiguos mariscales de Francia.
Nada le importa un sitio a quien sabe morir con honor, y más cuando ya conozco sus efectos en 61 días que duró la vez pasada. Si no supe rendirme entonces con menos fuerzas, no debe V. E. esperarlo ahora, cuando tengo más que todos los ejércitos que me rodean.

El señor mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre lo es. No trato de verter la sangre de los que dependen de mi gobierno; pero no hay uno que no la pierda gustoso por defender su patria. Ayer las tropas francesas dejaron a nuestras puertas bastantes testimonios de esta verdad, no hemos perdido un hombre, y creo poder estar yo más en proporción de hablar al señor mariscal de rendición, si no quiere perder todo su ejército en los muros de esta plaza. La prudencia, que le es tan característica y que le da el renombre de bueno, no podrá mirar con indiferencia estos estragos, y más cuando ni la guerra, ni los españoles los causan ni autorizan.

Solo advierto al señor mariscal que, cuando se envía un parlamento, no se hacen bajar 2 columnas por distintos puntos, pues se ha estado a pique de romper el fuego, creyendo ser un reconocimiento más que un parlamento.

Tengo el honor de contestar a V.E., señor mariscal Moncey, con toda atención en el único lenguaje que conozco, y asegurarle mis más sagrados deberes».

ABC Historia




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