La lección de humildad del héroe que defendía Zaragoza
al altivo francés que le exigía rendirse
El 22
de diciembre de 1808, José de Palafox recibió una carta en la que Bon-Adrien
Moncey le instaba a rendirse. La respuesta no se hizo esperar y se ha
convertido en el ejemplo de la gallardía que demostró nuestro pueblo en la
Guerra de la Independencia
Que no, señor, que no
nos rendimos por mucha rabieta francesa que haya de por medio. Esta fue, en
síntesis (aunque no con las mismas palabras), la brava respuesta que dio el
entonces teniente general José Rebolledo de Palafox, artífice de la defensa de Zaragoza durante la Guerra
de la Independencia, a todo un veterano mariscal de la Grande Armée de Napoleón Bonaparte cuando este le instó a rendirse. Corría por
entonces diciembre de 1808 y la situación auguraba un largo sitio. Es decir:
hambre, escasez de municiones, penurias y -a la larga- enfermedades.
Sin embargo, el mensaje
que Bon-Adrien Jeannot de Moncey leyó el
22 con sello hispano (tras haber enviado él mismo una altiva carta exigiendo
que Zaragoza abriera sus puertas) no dejaba lugar al equívoco: «La sangre
española vertida nos cubre de gloria; al paso que es ignominioso para las armas
francesas haber vertido la inocente. El señor mariscal del imperio sabrá que el
entusiasmo de once millones de habitantes no se apaga con opresión, y que el
que quiere ser libre lo es». La urbe terminó cayendo el 21 de febrero, dirán los
libros. Y es cierto. Pero atrás quedaron dos meses y medio de épica
resistencia.
Monceny
en España...
Y eso que Bon-Adrien
Jeannot de Moncey no era, desde luego, un don nadie. Cuando comenzó la Guerra de la
Independencia ya peinaba canas
(atesoraba la friolera de 54 primaveras a sus espaldas, casi 40 de ellas como
militar) y se había enfrentado a los ejércitos peninsulares en una infinidad de
ocasiones durante la Guerra del Rosellón, la
invasión del norte del país perpetrada por la Convención gala en 1793. Si
entonces era un destacado militar, su apoyo al golpe de Brumario y a Napoleón Bonaparte terminó
de catapultarle hacia la cúspide del poder militar. Así, fue nombrado mariscal
en 1804 después de haber dedicado sus últimos años a ser uno de los edecanes
del «Petit corso».
Mariscal Moncey
La invasión
napoleónica de España le sacó, en cierto modo, de un largo exilio de los campos
de batalla. Veterano, pero no acabado, en 1808 avanzó, como bien explica R. P. Dunn-Pattison en «Napoleon's Marshals», junto
a Murat hacia Madrid a la cabeza del 3er Cuerpo del ejército. Algunos de
nuestros compatriotas, contemporáneos suyos de la talla del periodista y
poeta Miguel Agustín Príncipe,
dejaron sobre blanco que, aunque el mariscal se vio obligado a reprender al
pueblo de la capital el 2 de mayo, en realidad era un hombre «dotado de un
carácter apacible, templado y conciliador».
Más allá de que el
perfil elaborado por Agustín sea o no acertado (algo difícil de determinar más
de dos siglos después), los hechos contrastados nos confirman que Moncey
recibió órdenes, allá por finales de mayo de 1808, de
dirigirse hacia Valencia para conquistar la
ciudad. Aquella fue su primera gran derrota.
El asalto a la urbe, que duró nada
menos que dos meses, se saldó con la pérdida de casi un tercio de sus hombres y
la necesidad de retirarse del frente perseguido por los combatientes españoles.
Así, el mariscal se refugió en Iniesta a la espera de nuevas directrices.
Y
Palafox en Zaragoza
Mientras Moncey se
dejaba vidas y cartuchos en Valencia, en Zaragoza, 300
kilómetros al norte, las cosas no iban mejor para sus colegas de la Grande Armée. Y todo, gracias al buen hacer de nuestros antepasados.
En la urbe dictaba y organizaba, gracias a la decisión unilateral del pueblo en
armas, el nuevo capitán general de Aragón: José Rebolledo de Palafox. Un oficial de noble cuna que, tras llamar al
alistamiento general después de conocer los sucesos del 2 de mayo en Madrid, se
dispuso a defender con uñas, dientes y lo que se terciase una de las ciudades
más determinantes de la región.
José de Palafox
A cambio, Palafox no
tardó en recibir la visita de las tropas del mariscal François Joseph
Lefebvre. El 15 de julio, unos
7.000 hombres y media docena de piezas de artillería a su mando se personaron
frente a los muros de Zaragoza con el objetivo de ponerle cerco. Diez jornadas
después, por si fuera poco, arribaron hasta las puertas otros 8.000 soldados
galos. Afirman los cronistas que pintaban bastos (vaya que sí), pero el bueno
del español dio la vuelta a la situación mediante un juego de sombras. Dejó la
plaza al mando de uno de sus generales, salió de allí en secreto y regresó con
unos refuerzos vitales que acabaron con las fuerzas de Napoleón.
Su movimiento fue un
éxito. «Los franceses levantaron el sitio, poco después, al tener noticias de
la derrota de Bailen y del repliegue general de sus ejércitos», explica el
reputado historiador Alberto Martín-Lanuza en
su artículo sobre este personaje elaborado para la Real Academia de la
Historia. Pero vencer una
batalla no significaba mandar, de golpe, a los hombres de Napoleón de vuelta a
París. Para eso todavía quedaba mucho, pero que mucho plomo por disparar. Y
tocaba prepararse para ello. «Conociendo que los franceses volverían sobre
Zaragoza, se realizaron diversas obras de fortificación en la ciudad, se construyeron
baterías y se pusieron en estado de defensa varios conventos extramuros», añade
el experto.
¿Rendición?
Superado su ejército,
la oficialidad francesa ordenó a Moncey, entonces a unos pocos cientos de
kilómetros, llegar a la zona y hacer doblar la rodilla a Palafox. El mariscal pisó la urbe maña el 30 de noviembre de
1808 junto a su colega Ney,
mientras los nuestros reclutaban más soldados y construían nuevas defensas. Así
comenzó el que, a la postre, sería conocido como el segundo sitio de
Zaragoza. «La defensa se
hizo célebre no solo en España, sino también en toda Europa. Se resistió a un
ejército francés compuesto de dos cuerpos, con más de 49.000 hombres, durante más de dos meses y medio», añade el
historiador.
Aunque las bajas
fueron cuantiosas para ambos bandos, lo que no se puede negar es que los
franceses contaban con una capacidad casi insultante para enviar refuerzos a la
zona. Así, el 20 de diciembre se unió a
Monceny el 5º Cuerpo de Ejército del mariscal Montier, lo que hizo que el ánimo de los galos tocara techo.
A la mañana siguiente, cansado de tanto Palafox por aquí y español por allá, la
artillería napoleónica abrió fuego desde buena mañana contra Zaragoza.
Más que
para causar bajas y ablandar las defensas (que también), con la finalidad de
desmoralizar al contrario y favorecer una rendición que les evitara más muertos
y heridos.
De esta guisa, Moncey
envió, el 22 de diciembre, un altivo mensaje en el que exigía a Palafox la
rendición de la ciudad:
«Señores,
la ciudad de Zaragoza se halla sitiada por todas partes y no tiene ya
comunicación alguna. Por tanto, podemos emplear contra la plaza todos los
medios de destrucción que permite el derecho de la guerra. Sobrada sangre se ha
derramado, y hartos males nos cercan y combaten. La quinta división del
ejército grande, a las órdenes del señor mariscal Mortier, duque de Trevino, y
la que yo mando, amenazan los muros. La villa de Madrid ha capitulado y de este
modo se ha preservado de los infortunios que le hubiera acarreado una resistencia
más prolongada.
Defensa del convento de Santa Engracia de Zaragoza en 1809
Señores,
la ciudad de Zaragoza confiada en el valor de vecinos, pero imposibilitada de
superar los medios y esfuerzos que el arte de la guerra va a reunir contra
ella, si da lugar a que se haga uso de ellos, será inevitable su destrucción
total.
El
señor mariscal Mortier y yo creemos que vuestras mercedes tomarán en
consideración lo que tengo la honra de exponerles y que convendrán con nosotros
en el mismo modo de opinar. El contener la efusión de sangre, y preservar la
hermosa Zaragoza, tan estimable por su población, riquezas y comercio, de las
desgracias de un sitio y de las terribles consecuencias que podrán resultar,
sería el camino para granjearse el amor y bendiciones de los pueblos que
dependen de vuestras mercedes. Procuren vuestras mercedes atraer a sus
ciudadanos a las máximas y sentimientos de paz y quietud; que por mi parte
aseguro a vuestras mercedes todo cuanto pueda ser compatible con mi corazón y
con las facultades que me ha dado el Emperador».
Brava
respuesta
La respuesta no se
hizo esperar. Esa misma jornada Palafox envió de regreso una nota en la que
cargó contra todos los argumentos y afrentas que Monceny había expresado en su
carta. Lo que más enturbió al español fue la amenaza de que los galos estaban
dispuestos a destruir Zaragoza y su forma
velada de hacer referencia a los «infortunios» que
vivirían los soldados y los ciudadanos si no dejaban las armas y abrían las
puertas. A su vez, saberse rodeado de un ejército de hasta 70.000 hombres
(según sus propios cálculos) hizo que la decisión estuviera tomada desde el
principio: la lucha continuaría.
«El
general en jefe del ejército de reserva responde de la plaza de Zaragoza. Esta
hermosa ciudad no sabe rendirse. El señor mariscal del imperio observará todas
las leyes de la guerra, y medirá sus fuerzas conmigo. Yo estoy en comunicación
con todas partes de la península, y nada me falta. Sesenta mil hombres resueltos
a batirse no conocen más premio que el honor ni yo que los mando. Tengo esta
honra, que no la cambio por todos los imperios.
Segundo sitio de Zaragoza
S. E.
el mariscal Moncey se llenará de gloria si, observando las nobles leyes de la
guerra me bate; no será menor la mía si me defiendo. Lo que digo a V. E. es que
mi tropa se batirá con honor, y que desconozco los medios de la opresión que
aborrecieron los antiguos mariscales de Francia.
Nada le
importa un sitio a quien sabe morir con honor, y más cuando ya conozco sus
efectos en 61 días que duró la vez pasada. Si no supe rendirme entonces con
menos fuerzas, no debe V. E. esperarlo ahora, cuando tengo más que todos los
ejércitos que me rodean.
El
señor mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de
habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre lo es. No
trato de verter la sangre de los que dependen de mi gobierno; pero no hay uno
que no la pierda gustoso por defender su patria. Ayer las tropas francesas
dejaron a nuestras puertas bastantes testimonios de esta verdad, no hemos
perdido un hombre, y creo poder estar yo más en proporción de hablar al señor
mariscal de rendición, si no quiere perder todo su ejército en los muros de
esta plaza. La prudencia, que le es tan característica y que le da el renombre
de bueno, no podrá mirar con indiferencia estos estragos, y más cuando ni la
guerra, ni los españoles los causan ni autorizan.
Solo
advierto al señor mariscal que, cuando se envía un parlamento, no se hacen
bajar 2 columnas por distintos puntos, pues se ha estado a pique de romper el
fuego, creyendo ser un reconocimiento más que un parlamento.
Tengo
el honor de contestar a V.E., señor mariscal Moncey, con toda atención en el
único lenguaje que conozco, y asegurarle mis más sagrados deberes».
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