La
mentira de los fondos privados de pensiones
Si el sistema público de
pensiones es objeto de toda clase de ofensivas se debe en parte a que las
entidades financieras lo han considerado siempre un obstáculo para expandir un
negocio para ellas muy lucrativo, los llamados “fondos privados de pensiones”. Llamados, sí, porque de pensiones tienen muy poco, por lo menos tal como se
plantean en España, en donde ni siquiera las posturas más radicales los
contemplan como una alternativa global al sistema público. La sustitución de un
sistema por otro comportaría numerosos e insolubles problemas, entre otros
elevar el déficit publico en al menos 10 puntos.
En España, los fondos
privados se conciben como complementarios de las pensiones públicas.
Tras lanzar el infundio de que estas deben disminuirse para hacerlas viables, y
ante la dura perspectiva que se ofrece con una prestación pública reducida en
su mayoría a un nivel de miseria, la única solución que se propone es que cada
trabajador durante su vida laboral ahorre para la vejez, pues no otra cosa son
los fondos de pensiones, una forma de ahorro, y por cierto, no de las mejores.
Incluso diríamos que de las peores para el ahorrador, dado que su rentabilidad,
si existe, irá a parar a las entidades financieras en forma de comisiones, ya
sean de gestión o de depósito. El ahorrador perderá la disposición de sus
recursos, puesto que serán las gestoras dependientes de las entidades
financieras las que decidirán sobre las inversiones y nadie garantiza que opten
por lo mejor para los partícipes, más bien lo probable será lo contrario, que
actúen de acuerdo con los intereses financieros de los grupos a los que
pertenecen.
El único aliciente con el
que han contado los fondos de pensiones es la desgravación fiscal en el IRPF.
El beneficio, no obstante, no es tan grande como podría parecer a primera
vista. Si bien las aportaciones se deducen de la base imponible del impuesto,
cuando se rescata parcial o totalmente el fondo, la cantidad correspondiente se
debe incluir en la base imponible de ese ejercicio. Desde esta óptica, el
beneficio fiscal consiste tan solo en posponer el momento en que se hace
efectivo el gravamen. La única ventaja hipotética radica, pues, en que el tipo
marginal del impuesto pudiera ser menor en el momento de la jubilación que
durante la vida activa.
Hasta el 31 de diciembre
de 2006, fecha en la que se modificó la normativa, contaban con otro aliciente.
Llegada la jubilación, el fondo se podía rescatar de una sola vez, y su
tratamiento como renta irregular comportaba que la incorporación a la base
imponible se limitaba al 60 % de su cuantía. Esta ventaja desaparece
para las nuevas aportaciones que se realicen a partir de la fecha en que se
modifica la normativa. Si hasta ese momento era muy dudosa la conveniencia de
realizar aportaciones a los fondos privados, a partir de entonces parece
evidente que únicamente la ignorancia y el desconocimiento pueden conducir a
que se quiera invertir en esta modalidad.
En todo caso, lo que
resulta innegable es que los fondos de pensiones dejarían de existir en el caso
de que desapareciese la desgravación fiscal, tal como se encargaron de
argumentar sus propios defensores cuando en el año 2006 cundió el rumor de que
iban a suprimir la desgravación, pero ¿cuál es la razón de ser de un producto
financiero que nadie, ni ricos ni pobres, estarían dispuestos a demandar sin
beneficios fiscales? ¿Y por qué incentivar una forma de ahorro frente a otra?
Resulta curioso que los defensores a ultranza del liberalismo económico, quieran
imponer a los trabajadores el destino de sus ahorros.
El único motivo para
mantener la desgravación, y por tanto la existencia de los fondos, es la de
beneficiar a las entidades financieras concediéndoles un negocio seguro,
rentable y que además les dota de un enorme poder económico: el que les
confiere manejar a su antojo una ingente cantidad de recursos cautivos. Lo que
son perjuicios para los ahorradores constituyen ventajas para las entidades
financieras. Resulta enormemente paradójico que sean los propios ahorros de los
trabajadores, materializados en los fondos de pensiones –especialmente los de
aquellos países en que las pensiones públicas están externalizadas–, manejados
por las entidades financieras y a través de los mercados, los que presionen
para desarmar el Estado social e imponer las condiciones económicas más
regresivas.