Gemmingen, donde 2.000 soldados de los Tercios
arrollaron a 12.000 protestantes
El 21
de julio de 1568, en plena «Guerra de los 80 años», un ejército al mando del
Duque de Alba hizo huir a Luis de Nassau y su contingente rebelde
Manuel P. Villatoro
Nunca
te enfrentes a los Tercios españoles a menos que estés absolutamente seguro de
que vas a vencer. Esta es la lección que, a base de sangre, tuvo que aprender
el general protestante Luis de Nassau cuando, el 21 de julio de
1568, su
poderoso ejército de 12.000 soldados fue arrollado por apenas 2.000
españoles en la
ciudad de Gemmingen (a
unas jornadas de los actuales Países Bajos). Aquel día -en plena «Guerra de los
ochenta años»- este
pequeño contingente hispano esperaba los refuerzos de su general -el Duque de Alba- para poder asaltar
las posiciones enemigas pero, al ver que el oficial no les mandaba más hombres,
decidieron cargar con más gónadas que cabeza contra sus enemigos holandeses y,
para asombro de todos, les pusieron en huida.
Corría
el año 1556 cuando Carlos I (V de los alemanes)
decidió que el peso de la corona era demasiado para sus casi 60 años de edad y,
apartándose de la vida pública, legó el gobierno de España y de los estados que
hoy en día ocupan los Países Bajos a su hijo Felipe II.
Esta
jubilación anticipada no provocó una sonrisa en Flandes, donde se les torció la
mirada al saber que el nuevo monarca no había pisado nunca antes la región
flamenca y se había criado en la Península.
Tampoco
ayudó demasiado a mantener las espadas en sus fundas el protestantismo, una nueva religión creada por Martín
Lutero que caló muy hondo en sus inicios en Flandes. Con todos estos ingredientes
en el caldero, no hubo que esperar mucho hasta que las regiones de los Países
Bajos se aliaron contra el joven Felipe e iniciaron la conocida como «Guerra de los
80 años».
Sin
embargo, el monarca no estaba dispuesto a dejar escapar aquellas tierras, por
lo que decidió «apaciguar» de la forma que mejor sabía la rebelión: a base de
pica, fuego y bofetadas. Para ello, envió a las fincas insurrectas a Fernando Álvarez
de Toledo y Pimentel -más
conocido en las páginas de la Historia de España como el Gran Duque de Alba-, con un buen número de Tercios hispanos
dispuestos a aplicar un correctivo a los amotinados. Lo que no sabían, en
cambio, es que aquella guerra les iba a costar unos ducados que dejarían casi
vacías las arcas del Imperio.
Llega el terror de los flamencos
El
Duque de Alba, que llegó a Bruselas en agosto de 1567 al mando de 10.500
hombres, no tardó en alborotar los Países Bajos. Para empezar, se hizo cargo
del gobierno de la zona y ordenó crear el «Tribunal de los Tumultos» con la finalidad de
escarmentar (ajusticiar, más bien) a aquellos que hubieran osado levantarse en
armas contra su rey. De él ha prevalecido, incluso, la idea de que no solía
perderse las ejecuciones públicas. Fuera como fuese, lo cierto es que su
aparición convulsionó a los rebeldes.
Tras
varias ejecuciones por aquí y escarmientos por allá, el Duque de Alba pudo, ya
en 1568, dedicarse a aquello que más le gustaba: darse de mandobles contra el
enemigo. «Terminadas las ejecuciones (…) pudo dirigir personalmente la guerra.
El 25 de junio partió el duque (…) camino de Malinas (a 25 km de Bruselas). Una
anécdota que tuvo lugar en este trayecto da idea de la férrea disciplina que
imponía el de Alba en sus tropas: “y aquel día diciendo en el camino un
sargento a un soldado (…) aventajado que se apartase del escuadrón o le
siguiese, le respondió el soldado (…) no quererlo hacer (…), desorden que fue
ocasión de prenderle y dar aviso de ello al duque (…) que mandó que lo
ajusticiasen y pusiesen el cuerpo sobre un carretón (…) por donde había de
pasar el Tercio, con un escrito que dijese: por
desobediencia a los oficiales”», señala Juan Giménez Martín en su obra
«Tercios de Flandes».
Al
frente de los Tercios hispanos, el de Alba avanzó hasta Groninga, una ciudad
ubicada al norte de los Países Bajos que estaba siendo asediada por un ejército
de más de 10.000 rebeldes al mando de Luis de Nassau (un molesto líder flamenco
que ya había conseguido inflingir días antes una severa derrota a los
defensores). Sable en alto, el oficial español hizo su entrada en el territorio
el 15 de julio dispuesto a arremeter a base de pica y arcabuz contra el
campamento enemigo. No obstante, parece que el insurrecto no estaba muy por la
labor de presentar batalla y decidió marcharse a todo correr con la lanza entre
las piernas. Y es que, la visión de un contingente español preparado para
combatir nunca es plato de buen gusto.
La defensa, en Gemmingen
Conocedor
de que Nassau huía a todo galope a través del norte de los actuales Países
Bajos con un considerable número de tropas, el de Alba se dispuso a jugar a un
cruel «corre, que te pillo» e inició la persecución de su enemigo con la
intención de terminar de un sablazo, arcabuzazo (o lo que se terciara) con
aquel molesto contingente. Por su parte, y a sabiendas de que la retirada solo
retrasaría una contienda inevitable, el protestante decidió que, en último
término, plantaría batalla a los españoles, pero en una posición que le fuera
ventajosa.
Al auspicio
del agua se posicionaron los 12.000 protestantes
Por
ello dispuso que, en el caso de que los españoles atacaran, trataría de darles
de arcabuzazos en Gemmingen, una ciudad que, al estar ubicada entre dos ríos
contenidos por sendas presas, se convertía en una posición fácilmente
defendible. Al auspicio del agua se posicionaron los 12.000 hombres
del ejército de Nassau (aproximadamente 10.000 infantes, 2.000
jinetes y casi una veintena de cañones) dispuestos a vender caras sus vidas.
El
Duque de Alba, por su parte, tuvo ante sí Gemmingen el 21 de julio de
1568. A sus
órdenes contaba con un número de tropas algo inferior al de los holandeses. Sin
embargo, el buen hacer de las tropas hispanas en batalla ya era bien conocido
y, a su vez, el ejército del noble español contaba con Tercios tan afamados y
destacables como el Tercio de Lombardía (dirigido por Juan de
Londoño), el de Sicilia (a las
órdenes de Julián Romero) y capitanes como Toledo, Henríquez y Hernando de
Añasco.
Con las esclusas abiertas de par en par
En las
primeras horas del 21 de julio, el de Alba envió varias patrullas en dirección
a la ciudad con el objetivo de explorar el terreno. Horas más tarde, cuando las
avanzadillas volvieron, la situación no podía ser más dramática. Y es que,
después de divisar la llegada de los católicos, el protestante había ordenado
inundar los canales del río Ems para evitar el avance del duque hispano. «Luis de Nassau se
encontraba en una posición muy favorable, protegida por canales (…). Para
entorpecer el avance español, los holandeses abrieron las esclusas»,
destacan Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca en su obra «Tercios de
España. La infantería legendaria».
Momentos
después de conocer la noticia, casi 2.000 de nuestros
infantes iniciaron
una carrera desesperada contra el tiempo para evitar que el río fuese inundado
y no hubiera forma de cruzarlo. Sin embargo, la infantería se movía tan
despacio que varios jinetes españoles tomaron la siguiente determinación: cabalgarían
solos y lucharían contra todo holandés que se interpusiera en su camino para evitar la
apertura de las esclusas. «Una oportuna carga de una treintena de hombres a
caballo del duque les forzó (a los holandeses) a retirarse de la esclusa antes de que
hubiera entrado demasiada agua», explica Martín.
Aunque
el ataque impidió que los canales del Ems se inundaran en su totalidad, los
soldados no pudieron evitar que una buena cantidad de agua saliera de las
presas. De hecho, la infantería que les seguía tuvo que continuar su avance con
barro hasta la rodilla. Con todo, lo peor llamó a la puerta minutos después
cuando aquellas tres decenas de jinetes vieron aparecer en la lejanía nada menos que
4.000 soldados enemigos quienes, arcabuz al hombro, habían
sido enviados por Nassau para recuperar la esclusa.
Una defensa heroica
La
situación se planteaba difícil para los treinta jinetes españoles pues, si se
retiraban, los protestantes tomarían la presa y dejarían caer miles de litros
de agua sobre el ejército hispano que venía en camino. Por el contrario, si
mantenían la posición, estaban condenados a una muerte segura bajo las miles de
bolas metálicas lanzadas por los hombres de Nassau. Para ellos la decisión fue
sencilla: se atrincheraron, prepararon sus armas, y se dispusieron a resistir hasta que Dios
quisiera por el Rey, el Duque, y, sobre todo, por sus compañeros.
«Haciéndose
fuertes en el puente y apeándose en él los capitanes Marcos de Toledo, don
Diego Enríquez, don Hernando de Añasco, ocho caballeros que allí se hallaron y
quince arcabuceros a caballo de la compañía de Montero, lo defendieron más de
media hora bien arriesgadamente peleando con los enemigos, que cargaron todo
aquel tiempo con terrible furia e ímpetu disparando tan gran golpe de
acabucería sobre ellos que la mayor seguridad que se tuvo
de no recibir mucho daño fue la de ser tan pocos los que defendían el paso,
porque los golpes de las balas se sentían batir apresuradamente en dos casas que
había a nuestras espaldas», explica Bernardino de Mendoza, cronista de la
época, en su obra «Comentarios de las Guerras de los países Bajos».
El perfecto cebo
Tras
media hora de heroico combate, la treintena de jinetes –extenuados por el
esfuerzo- recibieron el apoyo de los dos mil infantes de los Tercios de Londoño
y Romero que, junto a ellos, habían partido para evitar la apertura de las
esclusas. Podrían parecer pocos hombres, pero si menos de tres decenas de
hispanos habían conseguido detener a cuatro mil protestantes, qué no podría
hacer aquel número de militares. Tras un duro combate los protestantes no
pudieron hacer otra cosa que dar media vuelta e iniciar la
retirada seguidos
de cerca por los cristianos.
Pero la
persecución, para su desgracia, les llevó hasta el centro de las líneas
protestantes –posición hacia la que huían los holandeses-. Fue entonces cuando
la alegría se trasformó en desesperación, pues todo el peso de
la artillería y la arcabucería de Nassau cayó sobre ellos. Desprevenidos, no
pudieron más que protegerse y enviar un correo para solicitar refuerzos al
Duque de Alba de forma urgente. «Aguantaron su posición, pero por tres veces
enviaron mensajeros al duque, que con el grueso del ejército venía por otro
camino, pidiendo que les enviara piqueros para pode resistir un posible ataque
enemigo, cuando se decidiera a atacarlos», señala en autor hispano en su obra.
El Duque de
Alba usó a sus hombres de cebo para vencer
No
obstante, el plan del Duque de Alba era bien diferente. Concretamente, el
oficial español pretendía que aquellos hombres mantuvieran la posición y
obligaran al ejército protestante a atacarles. En ese momento, él cargaría
contra el flanco desprotegido de sus enemigos para asestarles el golpe
definitivo. Es decir, harían las veces de cebo ante Nassau.
Curiosamente,
este improvisado plan del general hispano surtió efecto y, finalmente, los
protestantes se decidieron a atacar. «El ejército holandés, compuesto en su
mayor parte de mercenarios alemanes, creyendo fácil batir a los Tercios de
Londoño y Romero, cayó en la trampa y adelantó sus líneas», señalan los autores
españoles en «Tercios de España. La infantería legendaria».
Lo que
no habían tenido en cuenta los herejes es que no se enfrentaban a cualquier
ejército europeo, sino que se se jugaban las judías contra los Tercios
españoles. Así pues, los mil arcabuceros formaron una extensa línea y
demostraron por qué eran temidos en medio mundo. Un ruido ensordecedor se
trasmitió a kilómetros de aquellas tierras cuando los hispanos abrieron fuego
sobre los protestantes que corrían fervorosamente para pasarles a cuchillo.
Tres
disparos por barba fueron suficientes para que el miedo inundara los corazones
de los soldados de Nassau que, desesperados, detuvieron
drásticamente su avance y trataron de volver a sus posiciones defensivas. Pero ya era tarde,
pues, al carecer de formación debido a la carga fallida, Nassau no pudo hacer
frente a los hombres que, con más gónadas que cabeza, le asaltaban. A su vez,
la situación terminó de recrudecerse cuando el Duque de Alba, al fin, hizo su
aparición al mando de la caballería y cargó contra el maltrecho flanco del
protestante. Fue una masacre.
Contando los muertos
Al
final del día, la victoria se había decantado del lado español de forma clara.
«Dicen que la victoria fue tal que, leguas abajo podía adivinarse quienes
habían resultado vencedores por la cantidad de sombreros alemanes que flotaban
en el río. (…) Más de 6.000 fueron los cadáveres entre ahogados y muertos a manos de los
españoles (…).
Escapó a los españoles, sin embargo, Luis de Nassau, el cual se cambió de traje
para no ser reconocido y huyó a nado por el río. La victoria fue tan sonada que
hubo procesiones públicas en Roma durante tres días para celebrarla», destaca
Martín.
ABC Historia
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