1 de octubre de 2010

Más Viejo que las Boletas

José L. Tella
Estación Biológica de Doñana (CSIC)
41090 Sevilla
Correo electrónico: tella@ebd.csic.es

¿Sabe usted qué es una boleta? Probablemente no, y probablemente dependa de la edad que tenga. Yo era todavía muy crío la primera vez que oí decir a un abuelo de Cinco Olivas: “más viejo que las boletas”. No tardé mucho en saber a qué se refería. Una de esas veces en que acompañaba a mi padre en el tractor para inspeccionar la todavía para mí misteriosa y desconocida huerta del pueblo, me bajé en Los Tollos y me adentré en lo que me parecía una enorme chopera. Desde ahí, vi de cerca un pajarraco volando, blanco y negro, del tamaño de una cigüeña pero con las patas cortas, el pico curvado, la cabeza pelada y una especie de melena despeinada. Para colmatar la excitación, cruzó el río y se metió en una cueva, cagada y llena de palos, en el cabezo de enfrente. Justo por donde pasa ahora la carretera de Alborge a Alforque. ¡Ahí tenia el nido! Esa era la boleta de la que me habían hablado, que no era otra cosa que el alimoche, aquel “buitre sabio” que popularizó Félix Rodríguez de la Fuente por ser capaz de romper huevos de avestruz a pedradas para comérselos.

Pero, ¿por qué decían los mayores aquello de más viejo que las boletas? Rápidamente me lo aclaró un grupillo de abuelos mientras tomaban la fresca en la calle. Haciendo memoria, recordando la mili, la barca de Alforque y otros avatares, concluyeron que conocían ese nido desde hacía ¡por lo menos 45 años! Por si fuera poco, sus padres ya les habían hablado de ese nido. Probablemente, esas boletas eran más viejas que todo el grupo de abuelos juntos.

No sé si por el dicho, o por su extravagante aspecto, esas boletas me metieron un gusanillo en el cuerpo que avivó mi curiosidad durante muchos años. La moto, mi querida “Enriqueta”, supuso un gran cambio. No sólo me llevaba a las fiestas de los pueblos, cada vez más lejanos, sino que además me permitió prospectar montes cuya existencia antes ni conocía. Y encontré con sorpresa que había muchas, muchas más boletas de las que me podía imaginar. Por los cabezos del Ebro, por el Monte Bajo, por el Monte Alto,…. Bastaba con darse una vuelta por la huerta de Sástago, subir con la romería de la Virgen del Montler, pasearse por el Monasterio de Rueda, o acercarse a cualquier muladar de pueblo o paridera en el monte para encontrarse de cerca con las boletas. Y empecé a apuntar en cuadernos todas las que veía, dónde y cuándo, cómo eran los nidos, cuantos pollos tenían,… Poco sospechaba que eso lo seguiría haciendo, de forma ya profesional, hasta hace pocos años. Empecé la carrera de Biología en Barcelona, y ya en el primer curso tuve claro que debía estudiar esos pajarracos, de los cuales a mediados de los 80 no se sabía apenas nada. El acceso a un coche fue otro gran paso: podría recorrer ya todo el Valle del Ebro, desde Mequinenza a Las Bardenas navarras, desde Alcubierre a los montes de Belchite, buscando las boletas.

Casi 30 años más tarde, después de recorrer todos esos montes, anillar cientos de boletas, seguirlas con emisores y muchas otras cosas más, sabemos ya mucho de las boletas: cómo y dónde viven, qué necesitan, qué problemas tienen y cómo solucionarlos. Y sabemos que no viven tanto como reza el dicho. De hecho, no viven más que cualquier otra ave de su tamaño. Entonces, ¿de dónde viene el dicho? La razón no es otra que su costumbre de utilizar año tras año, década tras década, la misma cueva donde construyen sus toscos nidos. Cuando moría una, siempre había otra que ocuparía el mismo nido. No es de extrañar entonces que la gente pensara que se trataba de un ave extremadamente longeva, de vida casi eterna.

Eso fue siempre así, y así lo reflejó la memoria de nuestros mayores. Hasta que empezaron a desaparecer. El nido del camino de Alforque fue de los primeros, a comienzos de los años 90. Y no por construir una carretera justo debajo, que no parecía importarles lo más mínimo. Una de las boletas apareció envenenada en un muladar cercano, de la otra nunca más se supo. Y todavía hoy no han vuelto las boletas al nido. Este fue uno de los primeros casos, pero le siguieron muchos más. Ocurrió que por esos años llegó a España una nueva enfermedad del conejo de monte, la neumonía hemorrágica. Y fue quizás peor que la mixomatosis de los años 50. Así, en muy pocos meses el conejo pasó de ser incluso una plaga para los cultivos en algunos de nuestros montes, a una especie rara. Quedó aproximadamente un diez por ciento de los que había. Y, ante esta situación, pronto surgió la práctica ilegal de envenenar los montes, con la idea de acabar con los zorros y que así hubiera más conejo. La boleta, como un buen buitre observador que es, rápidamente encontraba los cebos de carne envenenada y caía muerta por doquier.

En pocos años pudimos comprobar, tristemente, que las tres cuartas partes de los nidos de boleta de todo el Valle del Ebro desaparecieron al morir envenenadas. Y eso no fue todo. Luego llego el “mal de las vacas locas”. Con el tiempo, como ha pasado con otras alarmas sanitarias desproporcionadas (léase gripe aviar, o más recientemente gripe porcina), se vio que el mal no era para tanto. Pero tuvo efectos colaterales. Con la aplicación de estrictas normas sanitarias europeas, se clausuraron muladares, se prohibió abandonar el ganado muerto en el campo, y el ganado muerto en las granjas pasó a ser retirado por camiones para su eliminación. Antes, todos estos animales muertos los eliminaban de forma natural los buitres y las boletas. Ahora, las pocas que quedan apenas tienen qué comer. Y todo esto no pasó sólo en nuestra comarca, sino en prácticamente todo el país. Un país que era el que más boletas albergaba del mundo. Y, en menos tiempo del que vive una boleta, la especie ha pasado de ser abundante a encontrarse ahora catalogada En Peligro de Extinción.

No son pocas las veces que alguien me pregunta: con la de problemas que hay en el mundo, ¿merece la pena dedicar tantos esfuerzos al estudio y conservación de tal o cual especie en peligro de extinción? ¿Qué justificación tiene? Y, ya con un tinte más materialista, tan extendido en nuestra sociedad: ¿De qué sirve? Algunos contestarían que no hay que buscarle ni justificación ni utilidad. La boleta, como cualquier otra especie, comparte nuestro mundo y tiene tanto derecho como nosotros a vivir en él. Es una criatura de Dios, o de Alá, dirían los más religiosos. Otros, con una visión más funcional, dirían que son muy útiles pues junto con otros buitres limpian nuestros montes de animales muertos, de forma rápida, eficaz, y además gratuita. Algunos dirían que hay mucha gente que disfruta de la naturaleza; hay quienes vienen de lejanas partes del mundo para ver o fotografiar nuestras boletas, y tienen los mismos derechos que quienes disfrutan del fútbol o de la lectura. Que no se las quiten.

Los estudiosos de la naturaleza dirían que esta especie, como cualquier otra, es imprescindible pues cumple su función única, como la pieza de un gran puzzle. Y cuando se pierden muchas piezas el puzzle se deshace, como se está deshaciendo la naturaleza en todo el mundo. Los más preocupados por el futuro de la humanidad argumentarían que la extinción de especies es un preludio del futuro que le espera a la misma. Siempre hemos dependido de la naturaleza (agricultura, ganadería, pesca, clima,..), y mal podremos hacerlo si la seguimos destrozando a este ritmo. Si las boletas ya no se hacen viejas, quizás nosotros no tardemos en seguir, aunque más lentamente, el mismo camino.

Todos estos argumentos los he oído y leído tantas veces que me pasa como con los telediarios: cuando ves día tras día los muertos por hambre o sequía en el Tercer Mundo, las tragedias por inundaciones y otros desastres que serían naturales de no ser que hemos vuelto loca a la naturaleza, y demás catástrofes, al final te inmunizas, lo asumes casi como natural, y sigues cenando opíparamente. Así, quizás no utilizaría esos argumentos, por muy ciertos que sean. La verdad a veces aburre. Y no es menos verdad que me gustaría que no se extinguieran las boletas para que mis nietos pudieran decir a sus nietos que “fulano era mas viejo que las boletas”. Y que sus bisnietos no tuvieran que buscar en Internet, o cualquiera que sea el sistema entonces, para saber qué era una boleta. Cuando sólo queden en los museos. Cada vez que se extingue una especie, una parte de nuestra cultura muere con ella. Y una parte de nuestros recuerdos.

Biografía

José Luis Tella Escobedo nació en Cinco Olivas en el verano de 1967. Estudió Ciencias Biológicas en la Universidad de Barcelona e hizo su doctorado en la Estación Biológica de Doñana. Obtuvo el 1er Premio Nacional Joven de Ciencia y Tecnología en 2001, y actualmente dirige un equipo como Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Aunque desde un principio centró sus investigaciones en el estudio y conservación de aves en el Valle del Ebro, su trabajo abarca proyectos en países como Canadá, México, Holanda, Argentina, Guatemala, Bolivia, Mauritania, Marruecos, Senegal y Kazajistán. Autor de casi doscientas publicaciones en prestigiosas revistas científicas y miembro de numerosos comités nacionales e internacionales, se encuentra entre los científicos más citados del mundo.

Pie de Foto:













Una de las últimas boletas
Reportaje enviado por:  Antonio Bolsa Galindo

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